domingo, 31 de julio de 2016

La verdadera libertad

(El Gondolín es un emblema del movimiento LGBT. Imagen: Trans Socialmedia)

El Hotel Gondolín está en Aráoz al 900, en Villa Crespo, un barrio porteño pegado a Palermo que comienza cuando el paisaje moderno y cosmopolita se funde con una zona de edificios bajos, calles tranquilas y vida familiar. Allí sobresale la fachada de azul furioso que en tres pisos contiene 23 habitaciones ocupadas por chicas trans. La mayoría, de Salta.

La puerta de la entrada, blanca y sin timbre, conduce al pequeño patio interno a través de un pasillo angosto y oscuro. Lo primero que aparece es la habitación de Marisa, “La Abuela”, la más veterana del hotel. Al lado duerme Zoe, una salteña que vive en el Gondolín hace 17 años y convive con Messi, un silencioso yorkshire. Las dos, junto a Solange, una exvecina de Santa Ana I, son las referentes de este lugar emblemático para el movimiento LGBT. Un grupo autogestionado que vive en comunidad y trabaja para que sus habitantes consigan libertad, respeto y progreso. Algo que todas anhelan al dejar sus hogares.

“El Gondolín es un lugar en donde recibimos chicas trans que vienen directamente del norte, que se vienen porque son perseguidas por la Policía o no son aceptadas por su familia. Funciona como un albergue, un lugar de contención”, explica Zoe. Describe al hotel como un espacio “para darle oportunidad a otras chicas, a nuevas compañeras”. Cuenta que todas “llegan sin nada”: “Las recibimos más allá de que no haiga lugar. No les podemos decir andate. Se vienen a dedo, porque una amiga les prestó para el pasaje o porque lo consiguieron ellas. Se van pasando (la información) boca a boca”.

Desde 2013, el Gondolín está gestionado por el grupo actual. “No cobramos alquiler, dividimos los gastos entre todas las compañeras. Si se rompe algo se divide entre todas”, dice Zoe, que cuando tenía catorce años intentó dejar la ciudad de Salta a dedo, pero fracasó. Se pudo instalar en Buenos Aires en 1994. Hoy, a los cuarenta años, recuerda cuando las trans ocuparon el edificio a fines de los noventa. “Este lugar tuvo muchas gestiones, mucha gente que lo manejó con otras reglas distintas a las de ahora. Hoy mejoró bastante. Antes las chicas sufrían mucho miedo, eran perseguidas en este lugar. Ahora se pueden abrir mas, tienen mas confianza”, explica, y señala a Saida, otra salteña, experta en baile árabe, que se alejó de nuestra provincia en 2014 y desde entonces volvió varias veces al hotel: “Ella ya se armó, pero está acá porque le gusta. Se fue y volvió”.

“Me vine obviamente mintiendo, diciendo que una amiga me había conseguido un trabajo decente”, dice Saida, de 28 años, entre risas. “Llegué acá por medio de otras chicas. Un día vi en el Face que ellas habían cambiado, se habían operado, y yo no. Y yo quería ser como ellas”, cuenta.

sábado, 30 de julio de 2016

Estamos bien los 33

(Los salteños durante el primer día de protesta. Foto: Facebook MPR Quebracho)

Casi a la una de la tarde del miércoles 27, la Avenida 9 de Julio, en la Ciudad de Buenos Aires, vive una jornada normal: rebalsa. En las veredas caminan laburantes apurados, oficinistas que salen a fumar, turistas que gastan sus vacaciones de invierno, extranjeros que miran todo, también buscas, pungas, vendedores ambulantes africanos y del conurbano. La gente sale de las bocas de subte, baja de los colectivos. Todos avanzan en direcciones diferentes y nunca chocan entre sí. Babel. Buenos Aires puede ser la ciudad más moderna del mundo y tener la pobreza a una pared de distancia de los bares de diseño. Ser progre y votar al macrismo desde hace casi diez años. El epicentro del cambalache discepoleano original está entre el obelisco y la Casa Rosada; entre Corrientes y Avenida de Mayo. Allí, a unas seis cuadras de la Plaza de Mayo, un pequeño grupo de salteños, apenas un punto entre tanto caos organizado, protesta desde hace diez días.

“Somos cincuenta compañeros que vinimos desde Tartagal para que el país vea lo que está pasando en el departamento San Martín”, explica Ramón Alfaro. Está parado en el medio del rectángulo de quince metros de ancho por treinta de largo que los trabajadores ocupan en un carril de la 9 de Julio.

Hoy, los piqueteros salteños no son cincuenta sino 33. 32 hombres y una mujer. La mayoría tiene entre 25 y cuarenta años. Algunos parecen adolescentes. Están parados o sentados en el lugar que tomaron por primera vez el lunes 18 de julio a las diez de la mañana. Desde entonces, cortan este sector todos los días durante doce horas, hasta las ocho de la noche. Quince policías los vigilan a varios metros con una actitud relajada. Hablan entre ellos y por momentos les dan la espalda. Están ahí para controlar y también para hacer de nexo con los funcionarios del gobierno nacional.

domingo, 10 de julio de 2016

Ruta de nadie

(La Ruta Provincial 26, donde Franco fue atropellado. Imagen: Street View)

Eran las seis y media de la tarde del 26 de abril de 2009. Franco Martínez, de diez años de edad, estaba parado en la banquina de la Ruta Provincial 26, a pocos metros del Motel Burbujas, frente al barrio Apolinario Saravia, donde vivía junto a su familia. Minutos antes, había terminado de jugar al fútbol en un terreno que estaba a tres cuadras de su casa. El partido había sido interrumpido porque empezaba otro más importante: River iba a enfrentar al Lobo jujeño en el Monumental.

Franco nunca llegó a su casa para ver a River. Mientras esperaba para cruzar la ruta, fue atropellado por un auto que circulaba en zigzag. El vehículo iba conducido por una mujer que daba sus primeros volantazos. En el asiento del acompañante, un hombre le enseñaba a manejar. Ambos habían bebido. Tras el impacto, frenaron, luego siguieron. Nunca regresaron para asistir al niño, que murió doce horas después.

Poco más de siete años después, a la misma hora, Teresa Cruz, mamá de Franco, está parada al frente del lugar del accidente. Señala la entrada de una YPF que en 2009 no había sido inaugurada y hoy tapa la cancha donde su hijo había jugado antes de ser atropellado. No cruza porque es casi imposible. Los autos, camiones, motos y bicicletas no paran jamás. Van y vienen de ambos lados. No hay semáforos que los detengan. Tampoco lomos de burro. Ni siquiera un cartel. La mujer cuenta que la cantidad de tránsito es tan grande que todas las mañanas espera aproximadamente veinte minutos para poder atravesar la ruta y caminar hasta su trabajo en el barrio San Remo, donde se desempeña como empleada doméstica.