lunes, 20 de junio de 2016

Autogestión o muerte

(Foto: El Tribuno)

Una persona de ojos claros en el 2B que va a Floresta es un error en la matrix. Ahí adentro viajan chicos vestidos con falsas Adidas y chombas truchas simil Gigoló. Suben nenas hermosas con rostros de futuras vendedoras de empanadas. Es la gente que el gobierno siempre utiliza a la hora de conmover en sus propagandas. Son pasajeros acordes al recorrido que les toca. Un viaje que presenta al cementerio, el penal, Pecas y el Ragone como los principales atractivos.

El Parque industrial es el último eslabón de ese rosario de lugares horribles que se supone que están ahí para no molestar a las clases altas, que viven en zonas más prósperas.

Sin embargo, caminar por Floresta tiene mucho de andar por Tres Cerritos o la zona del Monumento a Güemes. La geografía es parecida: calles empinadas, una subida que quita el aire y una hermosa vista panorámica que devuelve el oxígeno.

Las diferencias son el ripio repleto de pozos, destrozado por las lluvias; caminos angostos e irregulares armados con piedras, yuyos, caños al aire y ni un auto que se les anime. También hay un tanque de agua para abastecer a algunos vecinos.

Hay distintas versiones. Mientras unas personas aseguran que Aguas del Norte colocó el tanque hace tres años, otros dicen que fue hace más tiempo, como cinco años. El barrio tiene cuarenta.

domingo, 19 de junio de 2016

Esperando el milagro

(Foto: El Tribuno)

Un ciego está sentado de espaldas a la calle sobre el pequeño muro del Hospital San Bernardo. Tiene puesto un par de lentes oscuros y el lazarillo descansa a un costado. Si pudiera ver, sus ojos apuntarían directamente hacia el jardín del lugar, justo donde hay una familia tirada en el pasto, a veinte metros de la entrada de la Guardia. Son seis personas, entre hombres, mujeres y niños. Sentados sobre mantas y frazadas, parecen los miembros de un camping desubicado. Tienen galletitas y botellas y también un espiral encendido que cuelga enganchado desde un cajón de madera que funciona como mesa ratona. Están ahí porque tienen un familiar internado. Pasan todo el día a la espera. Necesitan que alguien les diga algo. Quieren escuchar novedades que sean buenas noticias. Llegan a la mañana, temprano, y se van a la noche, “para descansar un poco”. No quieren hablar más, a menos que la señora, mamá del internado, lo autorice. La anciana está agotada. Tiene un hilo de voz y sus ojos son pura desazón. Dice que no quiere contar nada y vuelve a recostarse sobre el regazo de su hijo, que mira con desconfianza.

La Guardia huele a alcohol. En la puerta, un cartel informa que todo internado tiene que traer dos dadores de sangre para Hemoterapia. Los cuarenta asientos de la sala de espera están parcialmente ocupados. Algunas personas aprovechan y se acuestan en filas de cuatro sillas. No se puede fumar, hay dos teléfonos públicos que hoy parecen más apropiados para decorar un bar vintage. La televisión está apagada y los llantos de los bebés sobresalen por encima del murmullo de los adultos.

viernes, 17 de junio de 2016

No hay serenidad, no hay silencio


Francisco Reynaldo Urondo nació el 10 de enero de 1930 en Santa Fe. Fue el segundo hijo del matrimonio del ingeniero químico Francisco Enrique Urondo y Gloria Edelma Angélica Invernizzi, una mujer que tenía “magnetismo sobre la gente”, según le contó Beatriz, la primogénita, al periodista Pablo Montanaro en “La palabra en acción: biografía de un poeta y militante”.

En los 46 años que compartieron juntos, Beatriz y Paco nunca se dijeron “te quiero”, pero desde niños fueron compinches. Pronto se convirtieron en compañeros de juegos. Los dos hermanos actuaban escenas de drama policial en los que Paquito, a los tiros, salvaba a la pobre niña. Era un anuncio de lo que estaba por llegar: un escritor y guionista capaz de empuñar un arma para intentar beneficiar a los menos poderosos.

En el documental Poesía y Revolución, emitido por Canal (a), el historiador Roberto Baschetti aseguraba que había más de un Paco Urondo. Separaba sus facetas: militante, escritor y humano. Aseguraba que cada una tenía “aristas muy particulares”. La descripción fragmentada se parece a la que suelen hacer de Diego Maradona, otro poeta combativo. Muchos se apuran en aclarar que bancan al 10 sólo en su etapa como jugador y señalan que “como persona” es todo lo contrario. Lo cierto es que Maradona fue el jugador que fue por el talento y la personalidad explosiva que aún lo rodea. Las inyecciones que se clavaba durante los entretiempos, las puteadas durante el Himno y los eternos regresos no hubiesen existido si Maradona no fuera quien es en su vida cotidiana, que es pública desde 1976, cuando debutó en primera división, el mismo año que Urondo prefirió morir antes que ser atrapado por los servicios de la dictadura.

jueves, 16 de junio de 2016

Los postergados

(Hospital Materno Infantil. Foto: Gobierno de Salta)

Luis Alberto Cavana y Noelia Saravia son habitantes del paraje Los Ranchitos. Tienen un hijo de un año y cuatro meses que está internado desde el sábado 7 de noviembre en el Hospital Materno Infantil de la ciudad de Salta. El niño presenta un cuadro de desnutrición y está a punto de quedar ciego.

El nene empezó a tener problemas hace dos meses, pero recién la semana pasada fue examinado por un médico. Afuera del hospital, después de haber pasado las dos horas diarias que se le permite estar con su hijo, Cavana explica que los agentes sanitarios “casi no van” al paraje.

Los Ranchitos está en el departamento Rivadavia, en el norte de la provincia. Allí viven siete familias pertenecientes a la comunidad wichi. Los Blancos, el pueblo más cercano, está ubicado a siete kilómetros de distancia.

“Si tenemos bicicleta recién podemos ir al pueblo”, dice el hombre, que la semana pasada consiguió una bicicleta y pudo avanzar con su hijo a cuestas para que un médico lo revisara. “El doctor dijo ‘no, está mal’. Primero lo quería derivar a Orán, después lo mandó directo a Salta”, cuenta Cavana. Se expresa con un hilo de voz y frases cortas. A un costado, su pareja lo observa en silencio y cuando le toca hablar lo hace con expresiones aún más secas. Pero lo poco que dicen alcanza para pintar un panorama sombrío.