martes, 24 de mayo de 2016

Me balanceo hasta acabar


Ir a conocer el cine porno de la ciudad siendo un joven adulto soltero convencional alimentado a menú económico (sopa y pan incluidos) es como viajar en subte por primera vez después de años de mirar Buenos Aires a través de los canales de noticias. Es decir, uno tiene más prejuicios que certezas. Por ejemplo, bajar a la estación de subte, cualquiera sea la línea, ya es para temer. Entrar al vagón (si es que no viene lleno) y escuchar que el chofer emite un mensaje apocalíptico como “¡CUIDEN SUS PERTENENCIAS, NO SE ACERQUEN A LAS PUERTAS!” provoca que la alarma TN INSEGURIDAD del provinciano se encienda en código rojo. Nervios, malos augurios. Me van a afanar, voy a morir, hasta acá llegué, díganle a mamá que la quise mucho y gracias por todo.

Después, uno nota que la cosa no es exactamente como ocurre en la televisión, que Buenos Aires es una ciudad más o menos como cualquier otra y que hasta las líneas de subte son diferentes entre sí. Algo similar ocurre siendo un completo inexperto en materia de salas de cine XXX. Provocan pensamientos encontrados: curiosidad, miedo, prejuicios que después se disipan.

¿Qué hay que hacer antes de acudir a un lugar desconocido? Informarse todo lo que se pueda. Y como se trata de un tema poco amigo de debate en la mesa familiar, no hay con quién hablarlo. Nadie reconocería que acude a un lugar tan poco bien considerado como el Cine Rex, ahí en la San Martín. Un lugar llamativo. No por su condición de sala de proyección de obscenidades, sino porque está al lado de la Peña Balderrama. Que es más o menos como que la hinchada de Central Norte haga su cena de fin de año en el Club 20 de Febrero. Lo mal visto, pegado a la tradición.

En internet y en las notas previas que se han hecho sobre lugares similares se dice que ahí adentro ocurren orgías, manoseos. Se habla de viejas desastrosas garchando con andá a saber quién. Viejos verdes. También trans. Relaciones homosexuales esporádicas. Tipos que te ven solo en la butaca y te preguntan si te pueden dar una mano, como si no fuera la frase más obvia para comenzar una paja espontánea en medio de la oscuridad.

Entonces aparece el temor mayor. La duda de todo prejuicioso un poco intimidado por ampliar los horizontes de su sexualidad segura de misionero con pocas variantes, de aire acondicionado encendido para no transpirar. Llega ese momento en que todo heterosexual criado en una tierra machista de rechazo a la diversidad se pregunta, justo antes de ingresar a una sala de películas condicionadas, si le van a romper el culo contra su voluntad.

Treinta pesos

Todo transcurre con normalidad a las siete de la tarde de un jueves laboral. La avenida San Martín está muy cargada, el 5A pasa lleno y sin detenerse en las esquinas. El sol de la primavera que recién comienza todavía está arriba. Aún no pega tan fuerte. Y el Cine Rex está ahí, abierto, como durante todo el día. Dándole la bienvenida al cliente dispuesto a pagar treinta pesos por una entrada general que permite ingresar en cualquier horario, sin discriminación de funciones.

En la boletería, ubicada en la entrada del cine, hay un hombre canoso de unos cincuenta largos. Tiene una radio que está al palo, como varios de los presentes. Meta cumbia que ayuda a tapar los gemidos que vienen de la sala. Cobra y entrega un boleto blanco: “Película Condiciona” dice el papel, avalado por el INCAA.

Una cortina separa el mínimo hall de entrada de la sala. Una vez que se la atraviesa, la boca del lobo, la oscuridad total. Los ojos tardan en adaptarse al nuevo escenario y durante algunos minutos lo que se ve es una pantalla pequeña de baja resolución donde una morocha de tetas grandes y cadera generosa da cátedra de garche con un rubio fibroso y poronga mástil imposible de derribar.

Los gemidos de la mujer combaten contra el ruido que llega desde afuera, una mezcla de cumbia y comentarios sobre el partido que Boca acaba de perder con Racing. Nadie se queja. Parece que a los presentes no les interesa la película tanto como estar allí adentro, en plena oscuridad que se va disipando a medida que la vista se acostumbra. Cuando la penumbra ya no es total, se puede observar que se trata de un cine con capacidad para unas 400 personas y que no hay casi nadie. Apenas algunas siluetas se vislumbran desperdigadas por distintos puntos. No hay más de diez personas. Es un choclo desdentado.

El proyector está situado en el punto medio exacto de la sala, tapando la pantalla para los que se sientan detrás. La imagen que produce es débil, no abarca todo el telón blanco dispuesto para las proyecciones y el sonido no está muy fuerte. En las butacas, el silencio total. Todo eso provoca un clima de charla académica sobre arqueología regional: silencio, poca gente, alguna que otra tos. Cualquier carraspeo rebota en todo el lugar con la fuerza de un goteo en la madrugada.

De repente, la morocha se arrodilla y el audio se vuelve excelente. Se escucha algo muy parecido a una chupada. Un “¡cloc!” apagado, fugaz e inconfundible. Pero el Cine Rex no parece poseer un súper sonido vuela cabezas. Y si lo tiene está apagado. Eso fue una mamada ao vivo, a dos filas de distancia.

Cinco minutos después, un hombre se levanta de su butaca ubicada en la zona de donde provenía el chupón. Sale al pasillo y se queda quieto, mirando la película. Al minuto, otro tipo emerge de la misma fila. Se va y lo saluda con una palmada en la espalda, sin mirarlo.

Tránsito lento

El hombre que sube por el pasillo camino a la salida se cruza con otros que están parados, como agazapados. No se miran al pasar cerca, tampoco se hablan. Hay varios flanqueando las dos salidas, ubicadas en cada costado.

Entra un joven de pelo rapado y mochila al hombro, se queda atrás. Unos minutos después decide avanzar al fondo. Se pierde en la oscuridad. Uno de los agazapados se manda detrás de él.

Nadie habla en la sala. Se escucha a los empleados reírse, escuchar más cumbia y seguir hablando de Boca.

La primera película llega a su fin, la morocha resultó ser una jueza. El tipo, un policía de la corte. Cuando terminan de coger vuelven a la sala donde se está desarrollando el juicio y encuentran solo al acusado. “¿Dónde está la demandante?”, pregunta la jueza, ya vestida. La mina en cuestión aparece debajo de la mesa del preso, que es negro, obvio. El grone mira a cámara con cara de “y bue” y todos reaccionan como en Condorito: plop.

La película termina y comienza la siguiente, sin pausas. Un tipo sentado a la mitad de la sala enciende un cigarrillo con un fósforo y le da una mística setentosa al lugar. Arranca “That’s 70s Porn”. Se escucha el gemido lejano de un hombre ubicado en la zona opuesta del cine, adelante. Las imágenes de la pantalla son de Brazzers, una de las productoras de porno más conocidas del mundo. Es lo mismo que se puede ver en internet todos los días. Las películas no tienen subtítulos para traducir los ohyeahyourcockfuckmeohmygod repetidos durante toda la función.

Mientras comienza “Cock of Destiny”, la historia de dos rubias en busca de la pija del destino, el tránsito de hombres continúa en la sala. Son varios los que salen y vuelven, recorren el lugar. Uno se levanta de la butaca ajustándose los pantalones. Todos fuman.

Los que entran lo hacen por poco tiempo. No se quedan más de veinte minutos sentados. Las edades son variadas. Desde jóvenes veinteañeros hasta hombres que oscilan los cincuenta o sesenta años. Las únicas mujeres son las rubias, que ya encontraron lo que buscaban y ahora lo utilizan. Un tipo se sienta en una butaca al fondo, apoya los pies en la que tiene adelante y se queda dormido. Empieza a roncar a los cinco minutos.

Las chicas de la pantalla son escandalosas, contrastan con la discreción de las butacas. El macho de machos que les da placer acaba en la boca de una. La piba se lo escupe a la otra, se besan, son felices, disfrutan. En la pantalla.

Escrito en septiembre de 2014.

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