viernes, 20 de mayo de 2016

Esa sed que nunca se acaba

(Esta misma nota está enmarcada en Cupido Sex Shop. Para mí, todo un orgullo)

La lluvia que cae sobre Salta en esta tarde de enero seguramente incitará a muchas parejas a encerrarse en sus habitaciones, sumergirse en sus camas y propinarse todo tipo de caricias. Quizás, alimenten el encuentro con un objeto. Quizás, ese objeto no sea la clásica película en el cable, sino un vibrador, un anillo para el pene o un dilatador anal. Quizás, también, lo compren en Cupido Sex Shop, el lugar donde voy a pasar algunas horas, intentando averiguar qué se esconde debajo de la moralina pacata que existe en nuestra ciudad; la misma que parecería estar completamente cubierta por el velo conservador de la Virgen del Milagro.

La primera sorpresa llega desde afuera: un cartel enorme sobresale entre las casas de clase media que conviven en la zona, a unas diez cuadras del centro. Salta no es Ámsterdam, y cada demostración de apertura mental y falta de prejuicios llama la atención. Mientras pienso esto, toco timbre y espero.

Me abre la puerta una mujer grande, de unos cuarenta y pico de años, o incluso más, vestida con un jogging fucsia, remera roja y guantes de goma naranjas. La llamativa señora atiende a los pocos segundos de haber oído mi llamado y luego de cerrar tras mi entrada continúa con su tarea de limpieza.

Una vez adentro, el imaginario colectivo acierta y confirma la teoría: lo primero que se ve en este tipo de comercios es una interminable colección de pijas artificiales colgando de las paredes. Claro que el inconsciente general peca de falta de imaginación y se olvida de las demás cosas. En este local de dos salas (y en todos los sex shops del mundo) también hay anillos, lencería, prótesis, chascos y hasta un “Sillón del amor”, que cuesta dos mil quinientos pesos. “Ya está vendido”, me dirá más tarde Daniel Díaz, quien junto a su padre, Coco, maneja Cupido desde hace siete años.

El “Sillón del amor” se destaca en el local por su gran tamaño y es el sueño de toda estrella amateur del porno casero con ganas de zarparse a full. Viene con tres tipos de vibradores diferentes para colocar mientras se practica cualquiera de las posiciones para las que está fabricado: anal, vaginal y doble penetración. Además, el producto brinda lubricantes, aceites, velas para jugar con cera caliente, plumas y un movimiento de penetración y otro de vibración general.

A pesar de que el vibrador fue el sexto artefacto de uso casero en ser electrificado (antes que la plancha, por ejemplo), muchas personas poseen un gran desconocimiento respecto a la cantidad de elementos que se venden en los sex shops (“¡son puros consoladores!”) y grandes prejuicios sobre la gente que consume sus productos. Quizás, la explicación esté en que la difusión del rubro no es masiva y, fundamentalmente, en que la educación sexual a la que nos someten nos obliga a pensar que todo aquel que se sale de los parámetros establecidos es un ser siniestro, capaz de abusar de nuestros hijos ante el menor descuido. Es curioso: los argentinos pueden dejar que sus hijos consuman una imagen machista como la de gatos ignorantes bailando en pelotas por un sueño, pero, llegado el momento, no se toman el tiempo de explicar que la sexualidad en el mundo es amplia y diversa y llega a sentarse en, por ejemplo, el “Sillón del amor”.

Cuando me recibe, Daniel me saluda sólo con la vista. Está hablando por teléfono con un posible cliente de Orán, interesado en prótesis peneanas. Daniel le da los datos y le dice que necesita conocer el diámetro de su pene para poder enviarle el modelo adecuado. El hombre promete volver a llamar.

“Primero comenzamos en el centro de la ciudad. La gente nos decía: ‘es lindo el lugar, pero están en la boca del lobo’. Entonces nos alejamos para la privacidad de nuestros clientes”, me cuenta Daniel, tipo joven que asegura haber probado todos los productos de su local, excepto los vibradores (“Disfruto mucho de los geles”). Un buen vendedor es aquel que conoce lo que vende.

Con siete años de experiencia en el rubro, Daniel afirma que el ambiente se fue modificando, mejorando, y que continúa por ese camino. “Al principio había un poco de tensión por el qué dirán  –recuerda-, pero eso se fue ablandando un poco. Hoy en día no hay mucha cosa tosca. Lo más difícil para nuestros clientes nuevos es tocar la puerta. Una vez que entraron hay mucha confianza, nosotros les ofrecemos privacidad. Si un cliente nos pide estar solo, pasa a la otra sala. Nadie queda afuera”.

Suena el teléfono. Una mujer quiere anillos para el pene. Después de una breve explicación acerca del efecto de ese tipo de productos, Daniel promete enviárselos “ya mismo” con un cadete hasta la peluquería donde se encuentra.

“Queremos que nuestro negocio salga de lo que es el tabú –me cuenta-. La gente cree que en un sex shop vendemos solamente vibradores, pero hay muchas otras cosas: lencerías, geles, cremas para masajes, feromonas, juguetes específicos como estimuladores clitorales, dilatadores anales, de todo. Hay gente que lo usa para ampliar sus límites dentro del ámbito sexual y otros que lo usan como una necesidad”.

Timbre. Entra un tipo joven, de veintipico, musculoso. Quiere un energizante natural. No hay. “Volaron”, le dice Daniel, que habla de sexo con la naturalidad del tipo que lidia a cada momento con el tema. A pesar de recibir tantas consultas, los Díaz son simples vendedores. No son sexólogos, por lo que no pueden dar diagnósticos u ofrecer productos disponibles bajo receta (“Viagra no puedo vender”).

“No somos sexólogos ni tampoco urólogos, pero sí aconsejo (a los clientes) más o menos en base a lo que me cuentan”, asegura Daniel, y tira un par de datos: los heterosexuales lideran el podio del buen comprador; continúan lesbianas, luego llegan los gays y por último aparecen las travestis. Finalmente, me cuenta que el cincuenta por ciento de sus clientes busca autosatisfacerse, mientras que la otra mitad intenta gozar en pareja.

El musculoso se decide y se lleva un energizante femenino con la advertencia que lo aplique “en el juego previo” y lo deje actuar “de cinco a siete minutos”.

Teléfono, Orán ataca de nuevo. Da las medidas, sus datos, pregunta el precio y confirma la compra. “Mañana por la mañana tenés el pedido”, le promete Daniel. La prótesis viajará en una caja que sólo contendrá los nombres de los involucrados en la transacción y no dará indicios sobre su contenido. “La encomienda no lleva ningún rótulo ni publicidad en su exterior porque eso es parte del trabajo que se realiza para preservar la intimidad del cliente. Dentro de la caja sí, hay folletos y publicidad del local”.

Suena el teléfono nuevamente. Por la forma de hablar de Daniel, se trata de un cliente regular. El hombre pregunta por anillos media funda, que sirven para incrementar y prolongar la erección. Además, suma a su virtual carrito del goce dos cajas de preservativos retardantes, para no acabar tan rápido, y el llamado Anillo del Amor, que también combate la eyaculación precoz. En total, gasta ciento treinta pesos.

“Tengo clientes muy fieles. Compran siempre y varían los productos”, afirma Daniel, y agrega que el balance entre lo que llevan los hombres y lo que buscan las mujeres es “equilibrado”. “El hombre busca vigorizantes y retardantes;  mientras que la mujer puede buscar vibradores, lencería o geles. Si fuman, llevan mucho gel. Algunas chicas de veinte años no tienen lubricación. El cigarrillo hace que la pierdan e incrementa la falta de deseo”.

Se abre la puerta de golpe. Es uno de los cadetes que envío la mensajería que trabaja habitualmente con los Díaz. El pibe fue tantas veces al local que ni siquiera toca timbre. Está absolutamente mojado por la lluvia. Daniel le dice que espere mientras prepara todo: la caja para Orán (hasta la terminal), el pedido de la peluquera y los del cliente regular con intensos problemas de aguante.

Los pedidos con destino al interior se envían por giro radial, que es lo contrario al contra reembolso. El cliente recibirá el producto solamente si realizó el pago con antelación. “Pasó muchas veces que enviamos paquetes contra reembolso, no lo retiraban y teníamos que abonar nosotros. Llegó un momento en que pagamos el precio de quince bultos, entonces mi viejo decidió empezar con este sistema. Hace más de cinco años que trabajamos con esto y funciona perfecto. De cincuenta personas que piden, tres pueden llegar a dudar del giro radial”, explica.

Daniel pone todos los productos para el cliente regular en una bolsa negra, opaca, sin ningún rótulo y la abrocha. Una más pequeña cubrirá el anillo que pidió la mujer. Luego guarda cada una de las bolsas negras en otras más lindas pero no por eso menos discretas. También guarda la prótesis que viajará al interior. Efectivamente, la caja es absolutamente ordinaria. Si uno no sabe qué es lo que hay adentro, jamás podría adivinarlo. Podrían ser batatas en almíbar, un traje de Bob Esponja o una colección de diccionarios Espasa Calpe.

Llega un hombre, debe andar por los sesenta años. Una vez adentro se sacude las gotas de lluvia y comenta, como al pasar: “Lindo día para salir a buscar juguetes… ¿no?”. Mientras el cadete espera y Daniel continúa preparando los envíos, el viejo recorre el lugar.

En el medio, alguien llama y pregunta sobre vibradores. Daniel explica que los hay macizos sin vibración, que van desde los sesenta a los cien pesos; y los macizos con vibración que cuestan entre cien y doscientos cincuenta. Además, le pregunta qué tamaño está buscando. El cliente responde que necesita uno “normal”. Daniel sonríe y asegura que lo normal para uno puede ser anormal para otros, y le pide datos precisos. El hombre finalmente se decide por uno de catorce centímetros que será enviado junto con los tres pedidos anteriores.

El cadete será el encargado de cobrar el producto a los clientes de la ciudad, y le sumará el costo del viaje al precio final, pero ignorará todo el tiempo el contenido de la entrega. “Andá a zona sur con esto, después a ésta dirección y recién después dejá eso en la terminal”, le ordena Daniel. El pibe se sumerge en la lluvia con todos los pedidos y desaparece, convertido en un verdadero delivery del placer.

Más allá de los avances del negocio en nuestra ciudad y de que muchos salteños se animan a buscar una prótesis con la misma naturalidad con la que piden dos kilos de naranjas, otros no están muy convencidos de arriesgarse a que alguien los vea tocando el timbre de un sex shop. Para ellos, existe la solución: las reuniones de Tupper Sex. “Eso algo nuevo”, comenta Daniel, mientras explica en qué consiste la idea: “Se hace una reunión de amigos o amigas en alguna casa y voy yo como asesor de ventas con un maletín. Llevo productos para todo tipo de clientes”.

A pesar de que en cierto sentido es lo mismo que estar en el local (gente que analiza los pros y los contras de ciertos juguetes sexuales delante de otras personas), la reunión es más relajada al ser todos amigos. “Se ven las caras entre ellos pero es otro ambiente, ya que están todos de acuerdo en estar ahí. Siempre la pasamos muy bien”, cuenta Daniel y ese “muy bien” me hace dudar acerca de si esas reuniones consisten solamente en la muestra del producto o también en su uso.

Mi anfitrión me indica que los clientes, sea donde sea, preguntan mucho, hasta sacarse todas las dudas. “Para eso estamos –justifica-. Si yo brindo confianza, mis clientes van al grano. Por ahí, por vergüenza, vienen y preguntan por un gel cuando en realidad buscan retardar la eyaculación. Si yo no doy la confianza para que me pida, por ahí se lleva algo que no quiere”.

Daniel encara al cliente sesentón, le pregunta qué necesita. “Ando buscando ayuda porque ya no me da el cuero solo”, reconoce el viejo, sin vueltas. Daniel le ofrece distintos tipos de productos, desde vibradores hasta prótesis que pueden ser usadas sin tener el pene erecto. El hombre se decide por un pedazo macizo tremendo y suelta una frase inolvidable en referencia a su pareja: “Espero que no se cope mucho”.

Muchas personas que padecen alguna disfunción acuden al sex shop y reemplazan su dotes naturales ya obsoletos (o en problemas) con soluciones artificiales, pero la mayoría especula con el tamaño de lo que compra. Incluso lo hacen los que no tienen ninguna anomalía y solamente buscan incrementar el placer. El motivo se encuentra en un pensamiento muy recurrente: la idea de que un aparato artificial de mayor tamaño al propio pueda hacer gozar a la pareja aún más de lo habitual lleva inmediatamente a razonar que uno será dejado de lado. Daniel lo dice directamente: “Mayormente (los clientes) llevan tamaños de catorce o quince centímetros porque no quieren que sus parejas se mal acostumbren”.

Una vez con su compra en la mano, el viejo se detiene a observar un pene gigantesco, del tamaño de un antebrazo y que cuesta doscientos cincuenta pesos. El tipo pregunta si la gente lo compra y Daniel le responde que sí, que no en grandes cantidades, pero que efectivamente, esa poronga descomunal es buscada por más de un cliente. “Es que hoy está de moda el fisting”, explica Díaz. El fisting consiste en hacer penetrar la mano en la vagina o en el ano, y en casos más extremos, introducir todo el brazo en el ano.

“Yo me acuerdo de una película de Calígula donde le metían el puño a los tipos”, cuenta el hombre, quien parece conocer del tema desde hace bastante tiempo. Finalmente, saluda y se va puteando a la lluvia.

Mientras continúa atendiendo llamados y consultas personales, Daniel me anticipa que a mediados de febrero Cupido  inaugurará cabinas XXX, donde sus clientes podrán disfrutar de más de trescientas películas porno en un ambiente especialmente acondicionado. Le pregunto si cree que va a funcionar un negocio de ese estilo en Salta y responde con mucha seguridad que sí. “Hicimos un estudio de mercado –cuenta-. Vamos a dejar de ser un sex shop para convertirnos en un multiespacio erótico. Serán boxes individuales acústicos. Va a haber un televisor pantalla plana en cada uno y sillas cómodas para ver las películas. Además, vamos a tener un snack bar para que los clientes acompañen la película con una cerveza o una medida de whisky. Va a ser el primero de la ciudad”.

Daniel me da un ejemplo para que encuentre una razón interesante a la utilización de las cabinas y para que no piense directamente en una horda de pajeros sin una buena banda ancha como los únicos clientes posibles de ese emprendimiento: “Muchas veces pasa que personas mayores, que tienen los chicos grandes, se compraron una película condicionada y están esperando que sus hijos se duerman para verla, pero los chicos por ahí se quedan hasta las dos o tres de la mañana despiertos y la pareja se cansa y se va a dormir. Entonces vienen y la ven acá. Incluso vamos a poner un día de trasnoche”. No logra convencerme, pero le digo que es una buena apuesta.

Con o sin éxito, la instalación en nuestra ciudad de este tipo de servicios implica que los salteños buscan, gustan y necesitan una sexualidad sin tapujos. Daniel lo confirma categóricamente: “Hoy somos parte de la cultura salteña. Estamos inmersos en la sociedad”. Y atiende nuevamente el teléfono, que no para de sonar.

Escrito en enero de 2011.

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