martes, 24 de mayo de 2016

Olvidar, yo sé bien que no podés


Es un resoplido como el del Lobo Feroz en el cuento de los tres chanchitos encerrados en su casa. Sonoro, con todas las fuerzas. Pero esta vez no hay cerdos ni viviendas precarias. Quizás haya lobos disfrazados de corderos en el palco principal. El viento proviene de las fauces de un soldado. Es su manera de expresar que se está cagando de calor en este momento, a las once y cuarto de la mañana del 2 de abril. Su cuerpo es el último eslabón de la mamushka climática que forma junto al sol abrazador del mediodía y la ropa obligada que tiene que llevar como miembro del Ejército Argentino.

Más allá, a unos cien metros, al centro del Campo de la Cruz, formaciones de soldados, policías, miembros del Servicio Penitenciario y alumnos de la escuela 2 de Abril (les cabe por estudiar en una institución con tal nombre), se encuentran en posición, parados ¡firrrrrmess! bajo el rayo del sol que no da tregua ni por asomo. Frente al palco oficial están los veteranos salteños, de pie. Visten trajes oscuros, en su mayoría, e inflan el pecho de orgullo para mostrar sus medallas. Pero más allá de la cercanía y a las condecoraciones, están igual que el resto.

A un costado, el intendente Miguel Isa da vueltas, charla amablemente. Ya son casi las once y media y todavía no hay novedades de comienzo de las actividades programadas para homenajear a los veteranos de Malvinas y a los caídos en una guerra que ocurrió hace 33 años. Todo estaba anunciado para las once. No hay música en los parlantes. La banda militar que está al fondo sigue firme y callada, como el resto de las formaciones. Hasta que por fin aparece el gobernador Juan Manuel Urtubey, sonriente, de traje gris, impecable. La impuntualidad, otra tradición salteña que avala este gobierno.

Me balanceo hasta acabar


Ir a conocer el cine porno de la ciudad siendo un joven adulto soltero convencional alimentado a menú económico (sopa y pan incluidos) es como viajar en subte por primera vez después de años de mirar Buenos Aires a través de los canales de noticias. Es decir, uno tiene más prejuicios que certezas. Por ejemplo, bajar a la estación de subte, cualquiera sea la línea, ya es para temer. Entrar al vagón (si es que no viene lleno) y escuchar que el chofer emite un mensaje apocalíptico como “¡CUIDEN SUS PERTENENCIAS, NO SE ACERQUEN A LAS PUERTAS!” provoca que la alarma TN INSEGURIDAD del provinciano se encienda en código rojo. Nervios, malos augurios. Me van a afanar, voy a morir, hasta acá llegué, díganle a mamá que la quise mucho y gracias por todo.

Después, uno nota que la cosa no es exactamente como ocurre en la televisión, que Buenos Aires es una ciudad más o menos como cualquier otra y que hasta las líneas de subte son diferentes entre sí. Algo similar ocurre siendo un completo inexperto en materia de salas de cine XXX. Provocan pensamientos encontrados: curiosidad, miedo, prejuicios que después se disipan.

¿Qué hay que hacer antes de acudir a un lugar desconocido? Informarse todo lo que se pueda. Y como se trata de un tema poco amigo de debate en la mesa familiar, no hay con quién hablarlo. Nadie reconocería que acude a un lugar tan poco bien considerado como el Cine Rex, ahí en la San Martín. Un lugar llamativo. No por su condición de sala de proyección de obscenidades, sino porque está al lado de la Peña Balderrama. Que es más o menos como que la hinchada de Central Norte haga su cena de fin de año en el Club 20 de Febrero. Lo mal visto, pegado a la tradición.

En internet y en las notas previas que se han hecho sobre lugares similares se dice que ahí adentro ocurren orgías, manoseos. Se habla de viejas desastrosas garchando con andá a saber quién. Viejos verdes. También trans. Relaciones homosexuales esporádicas. Tipos que te ven solo en la butaca y te preguntan si te pueden dar una mano, como si no fuera la frase más obvia para comenzar una paja espontánea en medio de la oscuridad.

Entonces aparece el temor mayor. La duda de todo prejuicioso un poco intimidado por ampliar los horizontes de su sexualidad segura de misionero con pocas variantes, de aire acondicionado encendido para no transpirar. Llega ese momento en que todo heterosexual criado en una tierra machista de rechazo a la diversidad se pregunta, justo antes de ingresar a una sala de películas condicionadas, si le van a romper el culo contra su voluntad.

lunes, 23 de mayo de 2016

Una tarde en Diputados



Mi DNI es una tristeza. Es el de los dieciséis años, libreta verde. Me lo dieron a fines del 2000, cuando faltaban cuatro meses para que cumpliera 18. En la foto salgo afeitado, con un colgante de Charly García que por esos días usaba siempre. Se me ve con mucho pelo y una cara de no-tengo-idea-de-qué-se-trata-el-mundo que hoy me da ternura y bronca por no haber tenido la inteligencia suficiente para captar a tiempo ciertas verdades de la vida. De a poco, la foto se fue poniendo borrosa. A diferencia de las imágenes que están cargadas de recuerdos, no mejoró. No se mojó, no se manchó ni se rompió. Se puso fuera de foco sin razón. No sé cuándo sucedió exactamente. Empeoró y no me importa mucho, porque hace tiempo que está así y no me tomo el trabajo de ir a renovarlo. Sólo me preocupo en los momentos previos a hacer un trámite. En cada lugar donde lo presenté así, arruinado (en un banco, un estudio jurídico, un aeropuerto, el correo), me rechazaron absolutamente o se pusieron buena onda y me la dejaron pasar después de retarme, pero todos notaron el detalle.

Hoy, acá, no hay forma. No voy a pasar. Es miércoles, son las dos y media de la tarde y estoy llegando al Congreso de la Nación. No al edificio histórico, que está al frente, apenas cruzando Rivadavia, sino al anexo de la Cámara de Diputados. Las reglas son las mismas en los dos sectores: para pasar hay que dar nombre y apellido, anunciar para qué estamos allí y presentar Documento Nacional de Identidad. Cuando me entero, pienso que debería haber ido a renovarlo, después de todo. ¿Qué le voy a decir a mi editor si me rechazan? ¿“No sabés lo que me pasó”? No, tengo que entrar para entrevistar a los diputados nacionales salteños y si no lo logro no van a confiar en mí otra vez para este tipo de notas. Estoy en la antesala del horno. Me la veo venir.

El anexo está en plena reforma desde marzo. Desde afuera, su fachada vidriada pasa desapercibida al estar cubierta por los trabajos que se están realizando. Se ingresa por diferentes puertas estrechas que están flanqueadas por hombres vestidos de negro y actitud segura y amable. Después de caminar unos pocos pasos por un pasillo interno, un viejo empleado que parece estar desde la época de Isabel Perón abre una puerta de vidrio, saluda con un movimiento de cabeza y exige “documento en mano, por favor”. Adentro hay mucha gente en poco espacio. El hall de entrada es mínimo. Apenas hay lugar para unas sillas y dos escritorios en los que se refugia la recepcionista con una computadora, un teléfono y una impresora. Además, hay dos ascensores y otra puerta.

Cuando llega mi turno en la fila me recibe una mujer de veintipico que está sentada, viste un pantalón negro, suéter al tono y camisa blanca. Su pelo largo, rojizo y lacio, sus curvas pronunciadas en la cadera y la cintura y su cara angulosa la convierten en el ser más deseado del salón. Todas las miradas están puestas en ella. El tatuaje que sobresale en su brazo izquierdo, debajo de la camisa, la vuelve más atractiva, dispara fantasías. Podría andar bien en una porno soft de canal de cable.

Después de hablar por teléfono con el secretario de un diputado de Río Negro a pedido del hombre que está adelante mío, la colorada me mira y me pide el DNI. Se lo doy y abro el paraguas. No me tiró ninguna pero ya estoy atajando todo. “Tomá, pero es una lágrima”, le digo, pensando que una de las características excluyentes de su currículum es la de ser una laburante perfecta, inapelable. No cualquiera entra a trabajar en el Congreso, pienso. Me va a decir que no, que el documento está mal, que así no se puede ni circular por la calle y va a llamar a un guardia de seguridad tan eficiente como ella que me acompañará amablemente a declarar con un policía de turno, retendrán la libreta de la discordia y me preguntarán qué estoy haciendo ahí, que cómo puedo ser periodista de Salta si mi domicilio asegura que vivo en Entre Ríos. Ella jamás dejaría que un indocumentado como yo se ponga cara a cara con los representantes del pueblo. La nota fue.

Pero no, la chica no responde a mi apertura de paraguas. Mira la pantalla de la computadora con una apatía creciente, anota, marca el número de interno del despacho al que le dije que necesito ir y con voz de novia desencantada dice “está Anzardi, Federico”. Corta, guarda mi documento en un fichero, imprime un papel, me lo da y me indica que tengo que tomar el ascensor y subir hasta el piso 9. No lo puedo creer. Primer escollo esquivado gracias a la argentinidad al palo. Me voy antes de que a la muchacha le agarre un ataque de responsabilidad. Veo un ascensor aún abierto con siete personas adentro. Les pregunto si hay lugar. Me dicen que no, que de hecho sobra uno. Nadie se mueve. El ascensor no se cierra. Tras unos pocos segundos de silencio y tensión, una mujer de unos cuarenta años escupe un “qué caballeros, eh. Además yo no entré última”, y sale. Inmediatamente, un tipo de saco marrón a cuadros y pantalón gris se siente aludido y le dice que suba, que va a bajar él. La mujer, ofendida, se niega, contesta con los restos de su enojo y se pone a esperar el ascensor que está al lado. El culposo también se baja, así que hay una vacante. Es mi oportunidad.

domingo, 22 de mayo de 2016

La mafia de las tierras



Los Pacheco, pequeños productores que viven y trabajan en la zona de La Isla, en Vaqueros, se encuentran amenazados desde hace un mes por un grupo de hombres que pretende expulsarlos de ese lugar que habitan desde 1974 y que ya albergó a tres generaciones de la familia. En la última semana, a las amenazas se les sumaron agresiones físicas contra ellos y otros habitantes del pueblo.

La Isla se encuentra a dos kilómetros de la ruta que atraviesa Vaqueros. Un brazo del río Wierna la separa de la zona urbana. Tras recorrer los primeros cien metros aparece la finca de los Pacheco. Lo primero que se observa es un móvil policial. Al costado de la camioneta, ocupada por dos oficiales, está el portón que, según los testimonios, fue tumbado el miércoles 30 de marzo por Pablo Alejandro Torrejón, el hombre que asegura ser el propietario de las 77 hectáreas en la que viven aproximadamente diez familias, todas dedicadas a la pequeña producción agropecuaria.

La custodia policial llegó tras los incidentes producidos el mismo miércoles. Según la denuncia realizada, Torrejón y tres hombres más golpearon a uno de los hijos de Ramón Pacheco, dueño de la finca, y a Jan Correa, presidente de la Asociación de Pequeños Productores de La Caldera.

Al día siguiente, al mediodía, Correa y el hijo de Pacheco, que prefiere no dar testimonio, están otra vez frente al ingreso de la finca. Presentan golpes en distintas partes del cuerpo. Correa tiene un moretón en el pecho y asegura estar muy dolorido. Muestra los lentes torcidos que cuelgan de su cuello. El hijo de Pacheco, de unos cuarenta años, tiene un chichón arriba del ojo izquierdo y el labio superior lastimado en el mismo costado.

Los dos están otra vez allí porque no quieren dejar de señalar que lo que está ocurriendo es una usurpación, una intimidación progresiva que se torna cada vez más densa y que ya tiene aterrados a todos los habitantes de la zona. Correa, sus dos hijos veinteañeros y el hijo de Pacheco ingresan a la finca para señalar el tráiler que se instaló hace un mes. Dentro, viven permanentemente tres personas que cumplen turnos semanales. Son los encargados de intimidar a la familia y de vigilar el lugar.

El tráiler está ubicado a veinte metros de la vivienda de los Pacheco, un conjunto de ranchos de chapa y madera y una casa rodante pequeña que supo albergar al matrimonio de Ramón y Mirta y a sus catorce hijos, donde hoy conviven unos tres o cuatro miembros de la familia, acompañados constantemente por los que desarrollan su vida fuera de la finca y regresaron por el conflicto.

Según el testimonio de los Pacheco, los hombres del tráiler contratados por Torrejón, a quien llaman “jefe” o “patrón”, intensificaron los aprietes desde que ingresaron a la finca una mañana de sábado en la que no había nadie en el lugar. A la rutina diaria de amenazas, alcohol y asados, agregaron intimidaciones, como pararse firmes junto a los ranchos y observar todo en silencio, de frente a la familia. También burlas y cuchillos y machetes afilados a simple vista.

sábado, 21 de mayo de 2016

Bellas y fuertes


A las siete de la tarde, la zona del Monumento 20 de Febrero luce exactamente igual que todos los domingos del año. Hay niños jugando en el parque, el tránsito no es mucho alrededor de la rotonda y los vendedores ambulantes apuntan al Hospital Materno Infantil.

Lejos, en otro parque, el San Martín, unas diez cuadras repletas de chicas, señoras e infantas de todo el país y naciones vecinas, comienzan a marchar en el segundo día del XXIX Encuentro Nacional de Mujeres. La concentración se hace debajo del Teleférico. Desde ahí parten, mezclándose entre las habituales idas y venidas de personas que recorren la zona de feria de precios bajos que nada tiene que ver con su hermana cheta de la Balcarce. Mientras avanzan, vistiendo colores distintos, banderas con diferentes consignas y carteles que muestran sus posturas políticas, muchos las miran, sacan fotos y graban con sus celulares.

Más adelante, un hombre parado sobre la tierra del parque se persigna mirando a las chicas a los ojos. Algunas reaccionan y le dicen que abra la mente. Se señalan la frente con los dos índices. Otras siguen de largo sin prestarle atención. La señal de la cruz trae otra señal oculta: la de la provocación que comenzó hace varias semanas, cuando aparecieron distintos carteles, folletos y páginas web hablando mal de las participantes del Encuentro. La campaña de desprestigio instalada por los sectores más conservadores de la provincia, que no se identificaron nunca, intentó encasillar a estas mujeres como violentas, irrespetuosas con la fe católica que es mayoría en Salta.

Lo que se escucha en la marcha depende del partido político que lo motive. Hay cantos a favor de Cristina Kirchner. Hay carteles en contra de Cristina Kirchner. La marcha es de diez cuadras, larguísima. Tarda media hora en pasar por un lugar. Hay Soldadas de Cristina, muchachas del MTS, del PO, de la JP. Los negocios están abiertos. El único punto en común entre todas es cuando entonan qué momento qué momento: a pesar de todo, les hicimos el Encuentro. Otras cantan mujeres en lucha, aguante la cachucha.

Una mina de pelo planchado, tacos, vestido y anteojos oscuros cruza la avenida San Martín atravesando la marcha sin detenerse. La dirección y su vestimenta diferente la convierten en una extraña. Más lejos, en una esquina, un cartel de una señora con cara de no tener humor dice basta de ajuste K. Hay banderas de Misiones, Corrientes, Córdoba, Buenos Aires, Mendoza, Río Negro, Tucumán, y muchísimos lados más.

Cuando la marcha ya tomó dos cuadras de la Jujuy, un pibe saca un aerosol y escribe ni en la cocina, ni lavando: ¡Luchando! Lo hace en la pared del boliche Puerto, que presenta a algunos curiosos pasivos desde su estacionamiento.

viernes, 20 de mayo de 2016

Esa sed que nunca se acaba

(Esta misma nota está enmarcada en Cupido Sex Shop. Para mí, todo un orgullo)

La lluvia que cae sobre Salta en esta tarde de enero seguramente incitará a muchas parejas a encerrarse en sus habitaciones, sumergirse en sus camas y propinarse todo tipo de caricias. Quizás, alimenten el encuentro con un objeto. Quizás, ese objeto no sea la clásica película en el cable, sino un vibrador, un anillo para el pene o un dilatador anal. Quizás, también, lo compren en Cupido Sex Shop, el lugar donde voy a pasar algunas horas, intentando averiguar qué se esconde debajo de la moralina pacata que existe en nuestra ciudad; la misma que parecería estar completamente cubierta por el velo conservador de la Virgen del Milagro.

La primera sorpresa llega desde afuera: un cartel enorme sobresale entre las casas de clase media que conviven en la zona, a unas diez cuadras del centro. Salta no es Ámsterdam, y cada demostración de apertura mental y falta de prejuicios llama la atención. Mientras pienso esto, toco timbre y espero.

Me abre la puerta una mujer grande, de unos cuarenta y pico de años, o incluso más, vestida con un jogging fucsia, remera roja y guantes de goma naranjas. La llamativa señora atiende a los pocos segundos de haber oído mi llamado y luego de cerrar tras mi entrada continúa con su tarea de limpieza.

Una vez adentro, el imaginario colectivo acierta y confirma la teoría: lo primero que se ve en este tipo de comercios es una interminable colección de pijas artificiales colgando de las paredes. Claro que el inconsciente general peca de falta de imaginación y se olvida de las demás cosas. En este local de dos salas (y en todos los sex shops del mundo) también hay anillos, lencería, prótesis, chascos y hasta un “Sillón del amor”, que cuesta dos mil quinientos pesos. “Ya está vendido”, me dirá más tarde Daniel Díaz, quien junto a su padre, Coco, maneja Cupido desde hace siete años.

El “Sillón del amor” se destaca en el local por su gran tamaño y es el sueño de toda estrella amateur del porno casero con ganas de zarparse a full. Viene con tres tipos de vibradores diferentes para colocar mientras se practica cualquiera de las posiciones para las que está fabricado: anal, vaginal y doble penetración. Además, el producto brinda lubricantes, aceites, velas para jugar con cera caliente, plumas y un movimiento de penetración y otro de vibración general.