domingo, 23 de octubre de 2016

Osvaldo Bayer, el sobreviviente

(Bayer en la puerta de El Tugurio. Foto: Ezequiel Muñoz)

El 22 de abril de 1983, en Berlín, cuando faltaban seis meses para que regresara a la Argentina después de casi una década de exilio, Osvaldo Bayer le dio una entrevista a su amigo Osvaldo Soriano. Bayer, que tenía 56 años, explicaba los motivos por los cuales había dejado el país, imaginaba el inminente futuro democrático que se avecinaba y daba su opinión sobre las responsabilidades civiles y militares que habían desembocado en el Proceso de Reorganización Nacional. El reportaje se publicó la semana siguiente en la revista Humor.

En la nota, Bayer también ensayaba una descripción conjunta de los oficios de historiador y periodista. En pocas palabras, resumía el único periodismo que vale la pena, el que posee rebeldía y esperanza y no se deja ganar por el cinismo. Una reflexión que aún hoy conmueve y sirve para hallar el rumbo en esta época de artículos que sólo intentan generar clics: “Me considero un cronista, un periodista histórico, si cabe el concepto. Es un humildísimo trabajo de desenterrar verdades guardadas con el cerrojo de los intereses creados, y exponerlas en un lenguaje claro, como el del hombre de la calle. Me he propuesto no tener piedad con los despiadados. Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder, se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en alguna fosa común”.

Más de 33 años después de esa definición, Bayer está sentado en el patio interno de El Tugurio, su casa del barrio de Belgrano. Ubicada en la esquina de Arcos y Monroe, la vivienda está cerca de la cuadra en la que Luis Alberto Spinetta creció y compuso las canciones de Almendra, Pescado Rabioso e Invisible. Podríamos decir que esta zona de Buenos Aires respira libertad.

“¿Tomamos un vinito?”, pregunta. Son las diez y media de la mañana del Día de la Madre, un domingo húmedo y soleado en el que la mayoría de la gente se prepara para comer en familia. Bayer está solo, la mujer que lo asiste acaba de salir. Prometió volver para cocinar el almuerzo. A los 89 años, no se preocupa. Este santafesino que vive en la casa que sus padres adquirieron en 1931 se maneja bien en soledad. Todavía viaja sin acompañantes a los distintos puntos del país donde es permanentemente invitado a brindar charlas y recibir homenajes.

Bayer lleva muy bien los (casi) noventa años que cumplirá en febrero de 2017. Habla poco y pausado con la voz aguardentosa que lo caracteriza. Las ideas que siempre lo movilizaron no se escaparon de su mente. Por eso es capaz de reflexionar sobre la Argentina y los argentinos. El pueblo que siempre fue castigado por los poderosos que terminó votando a Mauricio Macri.

sábado, 1 de octubre de 2016

El día que ardió el cholaje



El jueves 15 de mayo de 1969, la Policía correntina reprimió una manifestación y mató al estudiante Juan José Cabral. La situación se repitió el domingo 18, en Rosario, donde Adolfo Bello también fue asesinado por el régimen liderado por Juan Carlos Onganía.

Los dos asesinatos provocaron la movilización de estudiantes en distintos puntos del país, en medio de un clima social cada vez más caldeado. Eran los días previos al Cordobazo y al Rosariazo. Argentina vivía una grieta marcada entre la clase obrera y el poder económico y militar.

El día D para los estudiantes salteños fue el miércoles 21 de mayo de 1969. Durante una jornada histórica, los jóvenes de nuestra provincia se organizaron, exigieron el fin de la dictadura militar e intentaron lo imposible, atacar uno de los símbolos del poder real de la provincia: el Club 20 de Febrero.

“Fue indescriptible el desastre que dejó anoche como saldo la violencia estudiantil, en el Club 20 de Febrero. La irrupción de los mismos se produjo a las 21,05 momentos en que comenzaban a llegar a una reunión los invitados a la apertura del congreso de Psicología en dicha entidad”, informaba el extinto diario El Intransigente en su edición del jueves 22 de mayo de 1969.

Otro diario que ya no se publica, Norte, aseguraba, también el 22 de mayo, que “en el local del Club 20 de Febrero se llevaba a cabo una recepción de carácter oficial”. Y agregaba: “Un grupo de manifestantes se dirigió hasta allí, irrumpió en el salón de actos de la institución, destrozó algunos muebles y volcó varios automóviles. Entre ellos el coche oficial del Intendente Municipal, una rural particular del subsecretario Saravia Toledo y dos vehículos más. Uno de ellos se estaba incendiando en plena calle y fue salvado por los bomberos. El Juez Federal, doctor López Sanabria, que se encontraba en el Club 20, ordenó la presencia de la Policía Federal, la que comenzó a actuar desde entonces conjuntamente con la policía de la provincia”.

sábado, 27 de agosto de 2016

Temprano adoctrinamiento

(Foto: Pablo Yapura/El Tribuno)

En un hermoso día de sol y clima primaveral como el que se vive en este viernes 26 de agosto, nada mejor que sentarse en un bar frente a la Plaza 9 de Julio y observar (a la sombra) cómo se cocinan los pequeñuelos que llegan obligados a participar del Milagrito de los Niños, el evento que convoca anualmente a chicos de entre cuatro y cinco años de escuelas privadas y públicas de la ciudad.

Momento. ¿Cómo públicas? ¿Qué no es laica la educación en esta provincia? Sí, pero al Señor no le importa. Dios no conoce de vericuetos legales ni de leyes de los hombres. Él atraviesa todo. Por eso este evento es inclusivo y acepta a miembros de instituciones que nada deberían tener que ver con la religión.

En Salta el adoctrinamiento empieza temprano, a las dos de la tarde. La calle España está vallada entre Mitre y Zuviría. La cosa está tranquila todavía. Muchos almuerzan, otros apuran el paso para dormir la siesta en la casa.

Y larga el rock: al costado de la Catedral, amontonados en un tablón, seis músicos tocan “El twist del Mono Liso”, de María Elena Walsh. “Sean todos bienvenidos al Milagrito”, dice una locutora, parada en el escenario especialmente instalado sobre la calle España, al frente de la entrada principal del templo. Pero la gente no da mucha pelota. Camina para todos lados, hace la diagonal en la 9 de julio y mira un poco de pasada.

Hay una tribuna ubicada en la plaza, justo frente al escenario. Está llena de gente que usa paraguas para cubrirse del sol, que está un poco más amable que en el verano pero te sacude si te quedás un rato a su merced.

En el escenario, bien adelante, están el Señorito y la Virgencita del Milagro, réplicas en miniatura de los santos patronos de Salta. Alrededor, un par de curas vestidos de blanco dan vueltas y chequean que todo vaya bien. Todavía no hay ningún pibe cerca. Estamos a pocos minutos del comienzo y los protagonistas de la tarde se hacen rogar. Por ahora hay menos convocatoria que en un recital de rock salteño.

Uno de los curas se sube al escenario y comienza a hablar por un micrófono inalámbrico pegado a su oreja. Tira algunas recomendaciones: indica dónde están los puestos del SAMEC, señala los baños químicos y los camiones cisterna de Aguas del Norte que están listos para calmar a los sedientos. Les pide a los papás y al resto de los adultos que se mantengan detrás de las vallas y que se queden en las veredas cuando se realice la procesión alrededor de la plaza. La calle es para los chicos, explica. Además, cuenta que el lema del Milagrito este año es “Vengan a mí”.

Y como si fuera un acto ensayado hasta el hartazgo, aparecen ellos. Vienen a él. Llegan las masas de pibes. Nenes y nenas con gorras en la cabeza que caminan en fila, arriados por las señoritas. Vienen desde Mitre y Alberdi, desde Belgrano, desde España, desde Zuviría. De todos lados y casi de golpe. Mientras, para recibirlos con honores, la banda toca una versión andina del Himno al Señor del Milagro. Los turistas no entienden nada. Los padres sacan fotos con los celulares.

La locutora vuelve al ruedo para decirles a los chicos que hoy todos honraremos a “nuestro papito del cielo, nuestro rey”. Los niños tienen cara de no comprender la magnitud del evento. ¿Será temprano para enseñarles estas cosas? No: muchos dicen que es en la infancia cuando suceden las cosas que nos marcarán en nuestra vida. Charly García incluso llegó a considerar que todas las ideas para sus canciones se le ocurrieron durante esa etapa y que después simplemente se acordó. Debe haber algún mecanismo interno que nos aloja el conocimiento bien al fondo y lo va largando a medida que pasa la existencia. Pensándolo de esa manera, ¿qué mejor que tener entre cuatro y cinco años para empezar a recibir línea conservadora, antihomosexual y antiaborto? Si usted quiere hacerle creer a alguien que existe la posibilidad de ir al infierno, hágalo en la infancia.

viernes, 26 de agosto de 2016

No vayas al Ingenio


En una entrevista reciente, la profesora Raquel Guzmán, quien organizó el ciclo “El verde vuelve”, en torno a la obra poética de Manuel Castilla, consideraba que “se ha dejado de lado la poesía de crítica social que tiene Castilla”. “Eso ha sido menos visto”, aseguraba y ponía como ejemplo “el mundo del ingenio, el mundo del minero, de los obrajes, toda la parte de cómo está construida la sociedad en el noroeste argentino”.

Las situaciones vividas esta semana en El Tabacal dan cuenta de una realidad que existe desde hace décadas. A pesar de las luchas y las conquistas de los trabajadores de la zona desde la creación del ingenio en 1921, la relación desigual entre empresa y obreros continúa. Esto es algo que Castilla reflejó en su poesía, que se mantiene vigente.

El poemario “Luna muerta”, de 1943, fue el segundo que Castilla publicó en su carrera como autor. Apareció cuando tenía 25 años. Está dedicado “a los indios del Chaco de Salta”. Se trata de una obra de fuerte contenido social, una pintura de los marginados. Castilla se pone del lado de ellos cuando escribe cosas como “Inocencio, mataco, / tiene seca la lengua / porque nunca habla nada, / ni cuando lo golpean (…) Inocencio es un vago / porque no acarrea leña / ni lleva tachos de agua / por una camiseta…”.

También habla de “Juan del aserradero”, que “se ha embriagado / y hace como dos horas que duerme en la vereda”: “Ayer, Juan ha cobrado / y en el bolsillo apenas si tiene una moneda”.

En “Matacos”, Castilla dice: “Los matacos no pueden trabajar y por eso / vienen desde la loma a vagar por el pueblo (…) Uno va al almacén y otro queda mirando / para ver si al primero le dan algún mandado”.

Inocencio y Juan, dos personajes que por sus características inmediatas juntan las fichas para ser señalados como vagos y borrachos, igual que “los matacos”. Pero Castilla ve más allá. Considera la negativa de Inocencio como una virtud. Y en lugar de pensar que Juan, el del aserradero, cobró, se puso en pedo y ya no tiene plata porque se la chupó, siembra una duda: quizás cobró muy poco. Castilla dispara esas preguntas. No se deja guiar por el chusmerío barato de pueblo con discurso armado por las buenas costumbres cristianas del acatar y agradecer.

“Luna muerta” contiene la sección “Motivos del Ingenio”, una serie de poemas dedicados a los trabajadores del azúcar. Allí, se incluye el poema “No vayas al Ingenio”: “Si no tuvieras hambre, te diría: / no vayas al Ingenio. // Si no tuvieras vicios, te diría: / no vayas al Ingenio. // Y si tuvieras ropa, te diría: / no vayas al Ingenio. // Que allí de madrugada / deschalarás la caña / con un machete largo / y la noche en la espalda. // Que en el Ingenio, al alba / sonará la campana, / y volverás de tarde / cuando la tarde caiga, / para comer tu cena / de batatas asadas. // Que mientras tú trabajas / y el cacique te manda, / él se queda sentado / de botas y bombachas. // Que al final de la zafra / al peso que te guardan / de los dos que por día / con el machete ganas, / te lo dará el Ingenio / en un par de alpargatas, / un chaleco, una manta, / alguna yerba flaca, / cinco kilos de azúcar / para endulzar la marcha / de regreso a tu monte  / porque ya no haces falta. // Si no tuvieras hambre, te diría: / no vayas al Ingenio. // Pero el conchabador / te arranca de la tierra / dándote de regalo / unos kilos de yerba / y unos litros de alcohol, / aunque después ingreses / al Ingenio endeudado / y al regalo lo tengas / que saldar con trabajo. // Si no tuvieras vicios, te diría: / no vayas al Ingenio. // Que el Ingenio te mata / con el sol que te abrasa, / con el tabaco oscuro / y la coca que mascas… // Y si tuvieras ropa, te diría: / no vayas al Ingenio. // Pero te compran, indio, / como a un niño ingenuo, / con un rifle oxidado, /con la luz de un espejo, / con un saco amarillo / con un sombrero viejo…”.

domingo, 31 de julio de 2016

La verdadera libertad

(El Gondolín es un emblema del movimiento LGBT. Imagen: Trans Socialmedia)

El Hotel Gondolín está en Aráoz al 900, en Villa Crespo, un barrio porteño pegado a Palermo que comienza cuando el paisaje moderno y cosmopolita se funde con una zona de edificios bajos, calles tranquilas y vida familiar. Allí sobresale la fachada de azul furioso que en tres pisos contiene 23 habitaciones ocupadas por chicas trans. La mayoría, de Salta.

La puerta de la entrada, blanca y sin timbre, conduce al pequeño patio interno a través de un pasillo angosto y oscuro. Lo primero que aparece es la habitación de Marisa, “La Abuela”, la más veterana del hotel. Al lado duerme Zoe, una salteña que vive en el Gondolín hace 17 años y convive con Messi, un silencioso yorkshire. Las dos, junto a Solange, una exvecina de Santa Ana I, son las referentes de este lugar emblemático para el movimiento LGBT. Un grupo autogestionado que vive en comunidad y trabaja para que sus habitantes consigan libertad, respeto y progreso. Algo que todas anhelan al dejar sus hogares.

“El Gondolín es un lugar en donde recibimos chicas trans que vienen directamente del norte, que se vienen porque son perseguidas por la Policía o no son aceptadas por su familia. Funciona como un albergue, un lugar de contención”, explica Zoe. Describe al hotel como un espacio “para darle oportunidad a otras chicas, a nuevas compañeras”. Cuenta que todas “llegan sin nada”: “Las recibimos más allá de que no haiga lugar. No les podemos decir andate. Se vienen a dedo, porque una amiga les prestó para el pasaje o porque lo consiguieron ellas. Se van pasando (la información) boca a boca”.

Desde 2013, el Gondolín está gestionado por el grupo actual. “No cobramos alquiler, dividimos los gastos entre todas las compañeras. Si se rompe algo se divide entre todas”, dice Zoe, que cuando tenía catorce años intentó dejar la ciudad de Salta a dedo, pero fracasó. Se pudo instalar en Buenos Aires en 1994. Hoy, a los cuarenta años, recuerda cuando las trans ocuparon el edificio a fines de los noventa. “Este lugar tuvo muchas gestiones, mucha gente que lo manejó con otras reglas distintas a las de ahora. Hoy mejoró bastante. Antes las chicas sufrían mucho miedo, eran perseguidas en este lugar. Ahora se pueden abrir mas, tienen mas confianza”, explica, y señala a Saida, otra salteña, experta en baile árabe, que se alejó de nuestra provincia en 2014 y desde entonces volvió varias veces al hotel: “Ella ya se armó, pero está acá porque le gusta. Se fue y volvió”.

“Me vine obviamente mintiendo, diciendo que una amiga me había conseguido un trabajo decente”, dice Saida, de 28 años, entre risas. “Llegué acá por medio de otras chicas. Un día vi en el Face que ellas habían cambiado, se habían operado, y yo no. Y yo quería ser como ellas”, cuenta.

sábado, 30 de julio de 2016

Estamos bien los 33

(Los salteños durante el primer día de protesta. Foto: Facebook MPR Quebracho)

Casi a la una de la tarde del miércoles 27, la Avenida 9 de Julio, en la Ciudad de Buenos Aires, vive una jornada normal: rebalsa. En las veredas caminan laburantes apurados, oficinistas que salen a fumar, turistas que gastan sus vacaciones de invierno, extranjeros que miran todo, también buscas, pungas, vendedores ambulantes africanos y del conurbano. La gente sale de las bocas de subte, baja de los colectivos. Todos avanzan en direcciones diferentes y nunca chocan entre sí. Babel. Buenos Aires puede ser la ciudad más moderna del mundo y tener la pobreza a una pared de distancia de los bares de diseño. Ser progre y votar al macrismo desde hace casi diez años. El epicentro del cambalache discepoleano original está entre el obelisco y la Casa Rosada; entre Corrientes y Avenida de Mayo. Allí, a unas seis cuadras de la Plaza de Mayo, un pequeño grupo de salteños, apenas un punto entre tanto caos organizado, protesta desde hace diez días.

“Somos cincuenta compañeros que vinimos desde Tartagal para que el país vea lo que está pasando en el departamento San Martín”, explica Ramón Alfaro. Está parado en el medio del rectángulo de quince metros de ancho por treinta de largo que los trabajadores ocupan en un carril de la 9 de Julio.

Hoy, los piqueteros salteños no son cincuenta sino 33. 32 hombres y una mujer. La mayoría tiene entre 25 y cuarenta años. Algunos parecen adolescentes. Están parados o sentados en el lugar que tomaron por primera vez el lunes 18 de julio a las diez de la mañana. Desde entonces, cortan este sector todos los días durante doce horas, hasta las ocho de la noche. Quince policías los vigilan a varios metros con una actitud relajada. Hablan entre ellos y por momentos les dan la espalda. Están ahí para controlar y también para hacer de nexo con los funcionarios del gobierno nacional.

domingo, 10 de julio de 2016

Ruta de nadie

(La Ruta Provincial 26, donde Franco fue atropellado. Imagen: Street View)

Eran las seis y media de la tarde del 26 de abril de 2009. Franco Martínez, de diez años de edad, estaba parado en la banquina de la Ruta Provincial 26, a pocos metros del Motel Burbujas, frente al barrio Apolinario Saravia, donde vivía junto a su familia. Minutos antes, había terminado de jugar al fútbol en un terreno que estaba a tres cuadras de su casa. El partido había sido interrumpido porque empezaba otro más importante: River iba a enfrentar al Lobo jujeño en el Monumental.

Franco nunca llegó a su casa para ver a River. Mientras esperaba para cruzar la ruta, fue atropellado por un auto que circulaba en zigzag. El vehículo iba conducido por una mujer que daba sus primeros volantazos. En el asiento del acompañante, un hombre le enseñaba a manejar. Ambos habían bebido. Tras el impacto, frenaron, luego siguieron. Nunca regresaron para asistir al niño, que murió doce horas después.

Poco más de siete años después, a la misma hora, Teresa Cruz, mamá de Franco, está parada al frente del lugar del accidente. Señala la entrada de una YPF que en 2009 no había sido inaugurada y hoy tapa la cancha donde su hijo había jugado antes de ser atropellado. No cruza porque es casi imposible. Los autos, camiones, motos y bicicletas no paran jamás. Van y vienen de ambos lados. No hay semáforos que los detengan. Tampoco lomos de burro. Ni siquiera un cartel. La mujer cuenta que la cantidad de tránsito es tan grande que todas las mañanas espera aproximadamente veinte minutos para poder atravesar la ruta y caminar hasta su trabajo en el barrio San Remo, donde se desempeña como empleada doméstica.

lunes, 20 de junio de 2016

Autogestión o muerte

(Foto: El Tribuno)

Una persona de ojos claros en el 2B que va a Floresta es un error en la matrix. Ahí adentro viajan chicos vestidos con falsas Adidas y chombas truchas simil Gigoló. Suben nenas hermosas con rostros de futuras vendedoras de empanadas. Es la gente que el gobierno siempre utiliza a la hora de conmover en sus propagandas. Son pasajeros acordes al recorrido que les toca. Un viaje que presenta al cementerio, el penal, Pecas y el Ragone como los principales atractivos.

El Parque industrial es el último eslabón de ese rosario de lugares horribles que se supone que están ahí para no molestar a las clases altas, que viven en zonas más prósperas.

Sin embargo, caminar por Floresta tiene mucho de andar por Tres Cerritos o la zona del Monumento a Güemes. La geografía es parecida: calles empinadas, una subida que quita el aire y una hermosa vista panorámica que devuelve el oxígeno.

Las diferencias son el ripio repleto de pozos, destrozado por las lluvias; caminos angostos e irregulares armados con piedras, yuyos, caños al aire y ni un auto que se les anime. También hay un tanque de agua para abastecer a algunos vecinos.

Hay distintas versiones. Mientras unas personas aseguran que Aguas del Norte colocó el tanque hace tres años, otros dicen que fue hace más tiempo, como cinco años. El barrio tiene cuarenta.

domingo, 19 de junio de 2016

Esperando el milagro

(Foto: El Tribuno)

Un ciego está sentado de espaldas a la calle sobre el pequeño muro del Hospital San Bernardo. Tiene puesto un par de lentes oscuros y el lazarillo descansa a un costado. Si pudiera ver, sus ojos apuntarían directamente hacia el jardín del lugar, justo donde hay una familia tirada en el pasto, a veinte metros de la entrada de la Guardia. Son seis personas, entre hombres, mujeres y niños. Sentados sobre mantas y frazadas, parecen los miembros de un camping desubicado. Tienen galletitas y botellas y también un espiral encendido que cuelga enganchado desde un cajón de madera que funciona como mesa ratona. Están ahí porque tienen un familiar internado. Pasan todo el día a la espera. Necesitan que alguien les diga algo. Quieren escuchar novedades que sean buenas noticias. Llegan a la mañana, temprano, y se van a la noche, “para descansar un poco”. No quieren hablar más, a menos que la señora, mamá del internado, lo autorice. La anciana está agotada. Tiene un hilo de voz y sus ojos son pura desazón. Dice que no quiere contar nada y vuelve a recostarse sobre el regazo de su hijo, que mira con desconfianza.

La Guardia huele a alcohol. En la puerta, un cartel informa que todo internado tiene que traer dos dadores de sangre para Hemoterapia. Los cuarenta asientos de la sala de espera están parcialmente ocupados. Algunas personas aprovechan y se acuestan en filas de cuatro sillas. No se puede fumar, hay dos teléfonos públicos que hoy parecen más apropiados para decorar un bar vintage. La televisión está apagada y los llantos de los bebés sobresalen por encima del murmullo de los adultos.

viernes, 17 de junio de 2016

No hay serenidad, no hay silencio


Francisco Reynaldo Urondo nació el 10 de enero de 1930 en Santa Fe. Fue el segundo hijo del matrimonio del ingeniero químico Francisco Enrique Urondo y Gloria Edelma Angélica Invernizzi, una mujer que tenía “magnetismo sobre la gente”, según le contó Beatriz, la primogénita, al periodista Pablo Montanaro en “La palabra en acción: biografía de un poeta y militante”.

En los 46 años que compartieron juntos, Beatriz y Paco nunca se dijeron “te quiero”, pero desde niños fueron compinches. Pronto se convirtieron en compañeros de juegos. Los dos hermanos actuaban escenas de drama policial en los que Paquito, a los tiros, salvaba a la pobre niña. Era un anuncio de lo que estaba por llegar: un escritor y guionista capaz de empuñar un arma para intentar beneficiar a los menos poderosos.

En el documental Poesía y Revolución, emitido por Canal (a), el historiador Roberto Baschetti aseguraba que había más de un Paco Urondo. Separaba sus facetas: militante, escritor y humano. Aseguraba que cada una tenía “aristas muy particulares”. La descripción fragmentada se parece a la que suelen hacer de Diego Maradona, otro poeta combativo. Muchos se apuran en aclarar que bancan al 10 sólo en su etapa como jugador y señalan que “como persona” es todo lo contrario. Lo cierto es que Maradona fue el jugador que fue por el talento y la personalidad explosiva que aún lo rodea. Las inyecciones que se clavaba durante los entretiempos, las puteadas durante el Himno y los eternos regresos no hubiesen existido si Maradona no fuera quien es en su vida cotidiana, que es pública desde 1976, cuando debutó en primera división, el mismo año que Urondo prefirió morir antes que ser atrapado por los servicios de la dictadura.

jueves, 16 de junio de 2016

Los postergados

(Hospital Materno Infantil. Foto: Gobierno de Salta)

Luis Alberto Cavana y Noelia Saravia son habitantes del paraje Los Ranchitos. Tienen un hijo de un año y cuatro meses que está internado desde el sábado 7 de noviembre en el Hospital Materno Infantil de la ciudad de Salta. El niño presenta un cuadro de desnutrición y está a punto de quedar ciego.

El nene empezó a tener problemas hace dos meses, pero recién la semana pasada fue examinado por un médico. Afuera del hospital, después de haber pasado las dos horas diarias que se le permite estar con su hijo, Cavana explica que los agentes sanitarios “casi no van” al paraje.

Los Ranchitos está en el departamento Rivadavia, en el norte de la provincia. Allí viven siete familias pertenecientes a la comunidad wichi. Los Blancos, el pueblo más cercano, está ubicado a siete kilómetros de distancia.

“Si tenemos bicicleta recién podemos ir al pueblo”, dice el hombre, que la semana pasada consiguió una bicicleta y pudo avanzar con su hijo a cuestas para que un médico lo revisara. “El doctor dijo ‘no, está mal’. Primero lo quería derivar a Orán, después lo mandó directo a Salta”, cuenta Cavana. Se expresa con un hilo de voz y frases cortas. A un costado, su pareja lo observa en silencio y cuando le toca hablar lo hace con expresiones aún más secas. Pero lo poco que dicen alcanza para pintar un panorama sombrío.

martes, 24 de mayo de 2016

Olvidar, yo sé bien que no podés


Es un resoplido como el del Lobo Feroz en el cuento de los tres chanchitos encerrados en su casa. Sonoro, con todas las fuerzas. Pero esta vez no hay cerdos ni viviendas precarias. Quizás haya lobos disfrazados de corderos en el palco principal. El viento proviene de las fauces de un soldado. Es su manera de expresar que se está cagando de calor en este momento, a las once y cuarto de la mañana del 2 de abril. Su cuerpo es el último eslabón de la mamushka climática que forma junto al sol abrazador del mediodía y la ropa obligada que tiene que llevar como miembro del Ejército Argentino.

Más allá, a unos cien metros, al centro del Campo de la Cruz, formaciones de soldados, policías, miembros del Servicio Penitenciario y alumnos de la escuela 2 de Abril (les cabe por estudiar en una institución con tal nombre), se encuentran en posición, parados ¡firrrrrmess! bajo el rayo del sol que no da tregua ni por asomo. Frente al palco oficial están los veteranos salteños, de pie. Visten trajes oscuros, en su mayoría, e inflan el pecho de orgullo para mostrar sus medallas. Pero más allá de la cercanía y a las condecoraciones, están igual que el resto.

A un costado, el intendente Miguel Isa da vueltas, charla amablemente. Ya son casi las once y media y todavía no hay novedades de comienzo de las actividades programadas para homenajear a los veteranos de Malvinas y a los caídos en una guerra que ocurrió hace 33 años. Todo estaba anunciado para las once. No hay música en los parlantes. La banda militar que está al fondo sigue firme y callada, como el resto de las formaciones. Hasta que por fin aparece el gobernador Juan Manuel Urtubey, sonriente, de traje gris, impecable. La impuntualidad, otra tradición salteña que avala este gobierno.

Me balanceo hasta acabar


Ir a conocer el cine porno de la ciudad siendo un joven adulto soltero convencional alimentado a menú económico (sopa y pan incluidos) es como viajar en subte por primera vez después de años de mirar Buenos Aires a través de los canales de noticias. Es decir, uno tiene más prejuicios que certezas. Por ejemplo, bajar a la estación de subte, cualquiera sea la línea, ya es para temer. Entrar al vagón (si es que no viene lleno) y escuchar que el chofer emite un mensaje apocalíptico como “¡CUIDEN SUS PERTENENCIAS, NO SE ACERQUEN A LAS PUERTAS!” provoca que la alarma TN INSEGURIDAD del provinciano se encienda en código rojo. Nervios, malos augurios. Me van a afanar, voy a morir, hasta acá llegué, díganle a mamá que la quise mucho y gracias por todo.

Después, uno nota que la cosa no es exactamente como ocurre en la televisión, que Buenos Aires es una ciudad más o menos como cualquier otra y que hasta las líneas de subte son diferentes entre sí. Algo similar ocurre siendo un completo inexperto en materia de salas de cine XXX. Provocan pensamientos encontrados: curiosidad, miedo, prejuicios que después se disipan.

¿Qué hay que hacer antes de acudir a un lugar desconocido? Informarse todo lo que se pueda. Y como se trata de un tema poco amigo de debate en la mesa familiar, no hay con quién hablarlo. Nadie reconocería que acude a un lugar tan poco bien considerado como el Cine Rex, ahí en la San Martín. Un lugar llamativo. No por su condición de sala de proyección de obscenidades, sino porque está al lado de la Peña Balderrama. Que es más o menos como que la hinchada de Central Norte haga su cena de fin de año en el Club 20 de Febrero. Lo mal visto, pegado a la tradición.

En internet y en las notas previas que se han hecho sobre lugares similares se dice que ahí adentro ocurren orgías, manoseos. Se habla de viejas desastrosas garchando con andá a saber quién. Viejos verdes. También trans. Relaciones homosexuales esporádicas. Tipos que te ven solo en la butaca y te preguntan si te pueden dar una mano, como si no fuera la frase más obvia para comenzar una paja espontánea en medio de la oscuridad.

Entonces aparece el temor mayor. La duda de todo prejuicioso un poco intimidado por ampliar los horizontes de su sexualidad segura de misionero con pocas variantes, de aire acondicionado encendido para no transpirar. Llega ese momento en que todo heterosexual criado en una tierra machista de rechazo a la diversidad se pregunta, justo antes de ingresar a una sala de películas condicionadas, si le van a romper el culo contra su voluntad.

lunes, 23 de mayo de 2016

Una tarde en Diputados



Mi DNI es una tristeza. Es el de los dieciséis años, libreta verde. Me lo dieron a fines del 2000, cuando faltaban cuatro meses para que cumpliera 18. En la foto salgo afeitado, con un colgante de Charly García que por esos días usaba siempre. Se me ve con mucho pelo y una cara de no-tengo-idea-de-qué-se-trata-el-mundo que hoy me da ternura y bronca por no haber tenido la inteligencia suficiente para captar a tiempo ciertas verdades de la vida. De a poco, la foto se fue poniendo borrosa. A diferencia de las imágenes que están cargadas de recuerdos, no mejoró. No se mojó, no se manchó ni se rompió. Se puso fuera de foco sin razón. No sé cuándo sucedió exactamente. Empeoró y no me importa mucho, porque hace tiempo que está así y no me tomo el trabajo de ir a renovarlo. Sólo me preocupo en los momentos previos a hacer un trámite. En cada lugar donde lo presenté así, arruinado (en un banco, un estudio jurídico, un aeropuerto, el correo), me rechazaron absolutamente o se pusieron buena onda y me la dejaron pasar después de retarme, pero todos notaron el detalle.

Hoy, acá, no hay forma. No voy a pasar. Es miércoles, son las dos y media de la tarde y estoy llegando al Congreso de la Nación. No al edificio histórico, que está al frente, apenas cruzando Rivadavia, sino al anexo de la Cámara de Diputados. Las reglas son las mismas en los dos sectores: para pasar hay que dar nombre y apellido, anunciar para qué estamos allí y presentar Documento Nacional de Identidad. Cuando me entero, pienso que debería haber ido a renovarlo, después de todo. ¿Qué le voy a decir a mi editor si me rechazan? ¿“No sabés lo que me pasó”? No, tengo que entrar para entrevistar a los diputados nacionales salteños y si no lo logro no van a confiar en mí otra vez para este tipo de notas. Estoy en la antesala del horno. Me la veo venir.

El anexo está en plena reforma desde marzo. Desde afuera, su fachada vidriada pasa desapercibida al estar cubierta por los trabajos que se están realizando. Se ingresa por diferentes puertas estrechas que están flanqueadas por hombres vestidos de negro y actitud segura y amable. Después de caminar unos pocos pasos por un pasillo interno, un viejo empleado que parece estar desde la época de Isabel Perón abre una puerta de vidrio, saluda con un movimiento de cabeza y exige “documento en mano, por favor”. Adentro hay mucha gente en poco espacio. El hall de entrada es mínimo. Apenas hay lugar para unas sillas y dos escritorios en los que se refugia la recepcionista con una computadora, un teléfono y una impresora. Además, hay dos ascensores y otra puerta.

Cuando llega mi turno en la fila me recibe una mujer de veintipico que está sentada, viste un pantalón negro, suéter al tono y camisa blanca. Su pelo largo, rojizo y lacio, sus curvas pronunciadas en la cadera y la cintura y su cara angulosa la convierten en el ser más deseado del salón. Todas las miradas están puestas en ella. El tatuaje que sobresale en su brazo izquierdo, debajo de la camisa, la vuelve más atractiva, dispara fantasías. Podría andar bien en una porno soft de canal de cable.

Después de hablar por teléfono con el secretario de un diputado de Río Negro a pedido del hombre que está adelante mío, la colorada me mira y me pide el DNI. Se lo doy y abro el paraguas. No me tiró ninguna pero ya estoy atajando todo. “Tomá, pero es una lágrima”, le digo, pensando que una de las características excluyentes de su currículum es la de ser una laburante perfecta, inapelable. No cualquiera entra a trabajar en el Congreso, pienso. Me va a decir que no, que el documento está mal, que así no se puede ni circular por la calle y va a llamar a un guardia de seguridad tan eficiente como ella que me acompañará amablemente a declarar con un policía de turno, retendrán la libreta de la discordia y me preguntarán qué estoy haciendo ahí, que cómo puedo ser periodista de Salta si mi domicilio asegura que vivo en Entre Ríos. Ella jamás dejaría que un indocumentado como yo se ponga cara a cara con los representantes del pueblo. La nota fue.

Pero no, la chica no responde a mi apertura de paraguas. Mira la pantalla de la computadora con una apatía creciente, anota, marca el número de interno del despacho al que le dije que necesito ir y con voz de novia desencantada dice “está Anzardi, Federico”. Corta, guarda mi documento en un fichero, imprime un papel, me lo da y me indica que tengo que tomar el ascensor y subir hasta el piso 9. No lo puedo creer. Primer escollo esquivado gracias a la argentinidad al palo. Me voy antes de que a la muchacha le agarre un ataque de responsabilidad. Veo un ascensor aún abierto con siete personas adentro. Les pregunto si hay lugar. Me dicen que no, que de hecho sobra uno. Nadie se mueve. El ascensor no se cierra. Tras unos pocos segundos de silencio y tensión, una mujer de unos cuarenta años escupe un “qué caballeros, eh. Además yo no entré última”, y sale. Inmediatamente, un tipo de saco marrón a cuadros y pantalón gris se siente aludido y le dice que suba, que va a bajar él. La mujer, ofendida, se niega, contesta con los restos de su enojo y se pone a esperar el ascensor que está al lado. El culposo también se baja, así que hay una vacante. Es mi oportunidad.

domingo, 22 de mayo de 2016

La mafia de las tierras



Los Pacheco, pequeños productores que viven y trabajan en la zona de La Isla, en Vaqueros, se encuentran amenazados desde hace un mes por un grupo de hombres que pretende expulsarlos de ese lugar que habitan desde 1974 y que ya albergó a tres generaciones de la familia. En la última semana, a las amenazas se les sumaron agresiones físicas contra ellos y otros habitantes del pueblo.

La Isla se encuentra a dos kilómetros de la ruta que atraviesa Vaqueros. Un brazo del río Wierna la separa de la zona urbana. Tras recorrer los primeros cien metros aparece la finca de los Pacheco. Lo primero que se observa es un móvil policial. Al costado de la camioneta, ocupada por dos oficiales, está el portón que, según los testimonios, fue tumbado el miércoles 30 de marzo por Pablo Alejandro Torrejón, el hombre que asegura ser el propietario de las 77 hectáreas en la que viven aproximadamente diez familias, todas dedicadas a la pequeña producción agropecuaria.

La custodia policial llegó tras los incidentes producidos el mismo miércoles. Según la denuncia realizada, Torrejón y tres hombres más golpearon a uno de los hijos de Ramón Pacheco, dueño de la finca, y a Jan Correa, presidente de la Asociación de Pequeños Productores de La Caldera.

Al día siguiente, al mediodía, Correa y el hijo de Pacheco, que prefiere no dar testimonio, están otra vez frente al ingreso de la finca. Presentan golpes en distintas partes del cuerpo. Correa tiene un moretón en el pecho y asegura estar muy dolorido. Muestra los lentes torcidos que cuelgan de su cuello. El hijo de Pacheco, de unos cuarenta años, tiene un chichón arriba del ojo izquierdo y el labio superior lastimado en el mismo costado.

Los dos están otra vez allí porque no quieren dejar de señalar que lo que está ocurriendo es una usurpación, una intimidación progresiva que se torna cada vez más densa y que ya tiene aterrados a todos los habitantes de la zona. Correa, sus dos hijos veinteañeros y el hijo de Pacheco ingresan a la finca para señalar el tráiler que se instaló hace un mes. Dentro, viven permanentemente tres personas que cumplen turnos semanales. Son los encargados de intimidar a la familia y de vigilar el lugar.

El tráiler está ubicado a veinte metros de la vivienda de los Pacheco, un conjunto de ranchos de chapa y madera y una casa rodante pequeña que supo albergar al matrimonio de Ramón y Mirta y a sus catorce hijos, donde hoy conviven unos tres o cuatro miembros de la familia, acompañados constantemente por los que desarrollan su vida fuera de la finca y regresaron por el conflicto.

Según el testimonio de los Pacheco, los hombres del tráiler contratados por Torrejón, a quien llaman “jefe” o “patrón”, intensificaron los aprietes desde que ingresaron a la finca una mañana de sábado en la que no había nadie en el lugar. A la rutina diaria de amenazas, alcohol y asados, agregaron intimidaciones, como pararse firmes junto a los ranchos y observar todo en silencio, de frente a la familia. También burlas y cuchillos y machetes afilados a simple vista.

sábado, 21 de mayo de 2016

Bellas y fuertes


A las siete de la tarde, la zona del Monumento 20 de Febrero luce exactamente igual que todos los domingos del año. Hay niños jugando en el parque, el tránsito no es mucho alrededor de la rotonda y los vendedores ambulantes apuntan al Hospital Materno Infantil.

Lejos, en otro parque, el San Martín, unas diez cuadras repletas de chicas, señoras e infantas de todo el país y naciones vecinas, comienzan a marchar en el segundo día del XXIX Encuentro Nacional de Mujeres. La concentración se hace debajo del Teleférico. Desde ahí parten, mezclándose entre las habituales idas y venidas de personas que recorren la zona de feria de precios bajos que nada tiene que ver con su hermana cheta de la Balcarce. Mientras avanzan, vistiendo colores distintos, banderas con diferentes consignas y carteles que muestran sus posturas políticas, muchos las miran, sacan fotos y graban con sus celulares.

Más adelante, un hombre parado sobre la tierra del parque se persigna mirando a las chicas a los ojos. Algunas reaccionan y le dicen que abra la mente. Se señalan la frente con los dos índices. Otras siguen de largo sin prestarle atención. La señal de la cruz trae otra señal oculta: la de la provocación que comenzó hace varias semanas, cuando aparecieron distintos carteles, folletos y páginas web hablando mal de las participantes del Encuentro. La campaña de desprestigio instalada por los sectores más conservadores de la provincia, que no se identificaron nunca, intentó encasillar a estas mujeres como violentas, irrespetuosas con la fe católica que es mayoría en Salta.

Lo que se escucha en la marcha depende del partido político que lo motive. Hay cantos a favor de Cristina Kirchner. Hay carteles en contra de Cristina Kirchner. La marcha es de diez cuadras, larguísima. Tarda media hora en pasar por un lugar. Hay Soldadas de Cristina, muchachas del MTS, del PO, de la JP. Los negocios están abiertos. El único punto en común entre todas es cuando entonan qué momento qué momento: a pesar de todo, les hicimos el Encuentro. Otras cantan mujeres en lucha, aguante la cachucha.

Una mina de pelo planchado, tacos, vestido y anteojos oscuros cruza la avenida San Martín atravesando la marcha sin detenerse. La dirección y su vestimenta diferente la convierten en una extraña. Más lejos, en una esquina, un cartel de una señora con cara de no tener humor dice basta de ajuste K. Hay banderas de Misiones, Corrientes, Córdoba, Buenos Aires, Mendoza, Río Negro, Tucumán, y muchísimos lados más.

Cuando la marcha ya tomó dos cuadras de la Jujuy, un pibe saca un aerosol y escribe ni en la cocina, ni lavando: ¡Luchando! Lo hace en la pared del boliche Puerto, que presenta a algunos curiosos pasivos desde su estacionamiento.

viernes, 20 de mayo de 2016

Esa sed que nunca se acaba

(Esta misma nota está enmarcada en Cupido Sex Shop. Para mí, todo un orgullo)

La lluvia que cae sobre Salta en esta tarde de enero seguramente incitará a muchas parejas a encerrarse en sus habitaciones, sumergirse en sus camas y propinarse todo tipo de caricias. Quizás, alimenten el encuentro con un objeto. Quizás, ese objeto no sea la clásica película en el cable, sino un vibrador, un anillo para el pene o un dilatador anal. Quizás, también, lo compren en Cupido Sex Shop, el lugar donde voy a pasar algunas horas, intentando averiguar qué se esconde debajo de la moralina pacata que existe en nuestra ciudad; la misma que parecería estar completamente cubierta por el velo conservador de la Virgen del Milagro.

La primera sorpresa llega desde afuera: un cartel enorme sobresale entre las casas de clase media que conviven en la zona, a unas diez cuadras del centro. Salta no es Ámsterdam, y cada demostración de apertura mental y falta de prejuicios llama la atención. Mientras pienso esto, toco timbre y espero.

Me abre la puerta una mujer grande, de unos cuarenta y pico de años, o incluso más, vestida con un jogging fucsia, remera roja y guantes de goma naranjas. La llamativa señora atiende a los pocos segundos de haber oído mi llamado y luego de cerrar tras mi entrada continúa con su tarea de limpieza.

Una vez adentro, el imaginario colectivo acierta y confirma la teoría: lo primero que se ve en este tipo de comercios es una interminable colección de pijas artificiales colgando de las paredes. Claro que el inconsciente general peca de falta de imaginación y se olvida de las demás cosas. En este local de dos salas (y en todos los sex shops del mundo) también hay anillos, lencería, prótesis, chascos y hasta un “Sillón del amor”, que cuesta dos mil quinientos pesos. “Ya está vendido”, me dirá más tarde Daniel Díaz, quien junto a su padre, Coco, maneja Cupido desde hace siete años.

El “Sillón del amor” se destaca en el local por su gran tamaño y es el sueño de toda estrella amateur del porno casero con ganas de zarparse a full. Viene con tres tipos de vibradores diferentes para colocar mientras se practica cualquiera de las posiciones para las que está fabricado: anal, vaginal y doble penetración. Además, el producto brinda lubricantes, aceites, velas para jugar con cera caliente, plumas y un movimiento de penetración y otro de vibración general.